jueves, 3 de enero de 2013

No, nada.

Y acá estamos, en esta casa que no es la nuestra pero el tiempo que pasamos en ella a veces indica lo contrario. En esta cocina donde nos refugiamos a hervir agua cada vez que discutimos y su cuarto se vuelve diminuto. Nos ponemos a preparar el mate sabiendo que a los pocos minutos va a aparecer intentando actuar como si nada. Como si no se hubiera dado cuenta de lo mismo que nosotros nos venimos notando hace tiempo. Finalmente, después de mucho tiempo perdemos el miedo y logramos decirle la frase más temida por toda la humanidad. La frase que logra hacernos visualizar todas las cagadas que nos mandamos desde el día en que nacimos: “tenemos que hablar”. La otra persona sabe que lo que se viene no va a ser bueno y chupa del mate hasta hacer ruidito. Su cara se vuelve una mezcla de miedo e incertidumbre. No tiene la menor idea sobre qué queremos hablar, pero sabe que no va a tener la razón: cuando alguien propone charlar sobre algo de una manera tan determinante es porque ya está muy seguro sobre lo que tiene para decir. Hasta el momento nunca habíamos “tenido” que hablar, simplemente hablábamos porque sucedía, porque lo disfrutábamos. El “tener” que hacerlo implica la obligación de tratar un tema que ya nos resulta imposible seguir ignorando. Esta charla ya la ensayamos en nuestra cabeza montones de veces ¿Por qué? Simple: porque no es fácil. Cada vez que estuvimos en frente suyo todo lo analizado perdía su peso. Nos pusimos a pensar “¿es tan importante decirle todo esto que me molesta?”. Sí, era importante, pero sin querer, volvimos a dejar de pensar en nosotros, como de costumbre. Volvimos a justificar cada actitud de mierda. Nos convencimos de que en nuestra historia de amor nos vinieron a rescatar para llevarnos a vivir felices por siempre cuando en realidad nos confinaron a vivir dentro de un castillo de mentiras. Un castillo construido por nosotros mismos. Es por eso que ensayamos. Caminamos de una punta a la otra con el termo bajo el brazo mientras esperamos que las palabras comiencen a salir. Repasamos el libreto en nuestra cabeza y nos proponemos por dentro que esta vez no podemos dejar que termine en lo mismo de siempre. En aquel vacío “perdón, fue sin querer, no lo hago más”. Nos ponemos a lavar la pila de cosas sucias que hay sobre la bacha. Le damos la espalda porque creemos que hablar así va a ser más fácil, pero viene y nos cierra el agua. Dice que si vamos a hablar que hablemos bien y pone esa carita de “yo no fui” que nos hace replantearnos todo. ¿Vale la pena semejante momento de mierda cuando ya sabemos el desenlace? ¿Cuando sabemos que nada va a cambiar? ¿Cuando sabemos que nosotros vamos a volver a permitir que nada cambie? Estamos dudando, pero tratamos de mantener una actitud neutra mientras intentamos callar las voces en nuestra cabeza.  Somos como los protagonistas de la canción “How to save a life” de The Fray, salvo por la parte en la que comienzan a gritarse. Sabemos que no podemos levantar la voz. Somos incapaces de hacer algo para que se sienta mal, como esos padres que son controlados por sus hijos. Lo nuestro es un vínculo enfermo, de otra manera no se puede explicar que nos cueste tanto hacer enfrentar al otro con sus errores. Convertimos su error en nuestro error. Nos hacemos cargo de crímenes que no cometimos y aceptamos la condena: una vida llena de falsos “estamos muy bien juntos”. Tenemos el guion ensayado, el público frente a nosotros y la escena inmaculadamente montada para que la crítica nos aplauda de pie. Pero entonces, el pánico escénico nos invade una vez más y no nos queda otra que dar de baja el espectáculo antes de su estreno con nuestro latiguillo más gastado: “no, dejá, no pasa nada”. La otra persona, atónita y sin poder creer que otra vez pudo esquivar a la justicia, nos pregunta si estamos seguros fingiendo una consideración que hasta el momento nunca tuvo. Pero nosotros, a pesar de darnos cuenta, de todas maneras le contestamos “Tranqui, estoy seguro. Ya fue. Voy a cambiar la yerba”.
 Ojalá dentro de poco podamos cambiar nosotros y ser un poco más determinantes a la hora de tomar decisiones .
"Zabo"